Por Abraham Merrit
Publicado originalmente en American Weekly, 23 de septiembre, 1923
Por Ema U.
Esta es la historia del profesor James Marston. Una buena cantidad de personas se reunió para escucharla, escucharon atentamente, y se lamentaron que un hombre tan brillante como él tuviera una obsesión como esa. El profesor Marston me contó esa historia en San Francisco, justo antes de que empezara a buscar la isla del estanque del dios de piedra, y de... las alas que lo custodian. Parecía estar bastante cuerdo. Es verdad que el equipamiento de su expedición era inusual, y no menos curioso era que entregaba una fina cota de malla, mascaras y guanteletes a cada miembro de la expedición.
Nosotros cinco, dijo el profesor Marston, nos sentamos lado a lado en la playa. Estaba Wilkinson, el primer oficial, Bates y Cassidy, los marineros, Waters el perlero y yo. Íbamos camino a Nueva Guinea, donde yo iba a estudiar fósiles para el Smithsoniano. El Moranus se había estrellado contra un barrera de coral oculta la noche anterior y se había hundido rápidamente. Nos encontramos entonces a unos ochocientos kilómetros al noreste de la costa de Guinea. Los cinco habíamos conseguido subirnos al bote salvavidas y escapar con vida. El bote estaba bien cargado con provisiones y agua. Si el resto de la tripulación había conseguido escapar, no lo sabíamos. Habíamos divisado la isla al amanecer y nos dirigimos a ella. El bote había sido arrastrado a salvo en las arenas de la playa.
-Sera mejor que exploremos un poco-dijo Waters-. Este puede ser un buen lugar para que esperemos a ser rescatados. En cuanto termine la temporada de tifones. Tenemos nuestras armas. Empecemos por seguir este arroyo hasta su origen, veamos que hay y entonces decidamos que hacer.
Los arboles empezaron a escasear. Vimos un espacio abierto mas adelante. Cuando llegamos nos detuvimos completamente asombrados. El claro era un cuadrado perfecto de unos ciento cincuenta metros de ancho. Los arboles se detenían abruptamente en sus extremos como si algo invisible los contuviera.
Pero no fue esta particular impresión la que nos detuvo. En el extremo opuesto del cuadrado había una docena de cabañas de piedra construidas alrededor de otra un poco mas grande. Me recordaron poderosamente a esas estructuras prehistóricas que existen en algunas partes de Inglaterra y Francia. Me acerqué entonces al objeto mas extraño que había en ese siniestro y extraño lugar. En el centro del lugar, había un estanque amurallado con gigantescos bloques de piedra cortados. A un lado del estanque se elevaba una enorme figura de piedra tallada, con la imagen de un hombre con los brazos abiertos. Medía por lo menos siete metros de alto y estaba excepcionalmente bien hecha. A la distancia parecía que la estatua estaba desnuda pero en realidad tenía tallado una túnica muy peculiar. Cuando nos acercamos vimos que estaba cubierto de pies a cabeza con las mas extraordinarias alas talladas. Lucían exactamente como alas de murciélago cuando están plegadas sobre su cuerpo.
Había algo extremadamente inquietante sobre esa figura. Su rostro era indescriptiblemente horrible y maligno. Sus ojos, con rasgos orientales emanaban maldad. Pero, en realidad no era de su rostro de donde este sentimiento de maldad parecía emanar. Era de su cuerpo cubierto por alas, y especialmente de sus alas. Eran parte del ídolo pero a la vez daban la impresión de estar aferradas a él.
Cassidy, un hombre inmenso y bestial, se aventuró con arrogancia hacia el ídolo y le puso una mano encima. La quitó rápidamente, con el rostro blanco y sus labios crispados. Lo seguí y conquistando mi repugnancia poco científica examiné la piedra. El ídolo, al igual que las cabañas y de hecho todo el lugar, era claramente obra de esa raza olvidada cuyos monumentos están esparcidos por todo el Pacifico Sur. El tallado de las alas era maravilloso. Era como las de un murciélago, como he dicho antes, plegadas, con un pequeño anillo de plumas convencionales en sus extremos. Estas variaban en tamaño, iban desde diez hasta veinticinco centímetros. Pasé mis dedos sobre una. Nunca me había sentido así de nauseabundo, era tanto que termine arrodillado ante el ídolo. Cuando toqué el ala sentí primero una suave y fría piedra, pero tuve la sensación de haber tocado a una obscena y monstruosa criatura de un mundo inferior. La sensación venía por supuesto, según mi criterio, solo por la temperatura y la textura de la piedra, pero esa explicación no me satisfacía.
El ocaso estaba ya sobre nosotros. Decidimos regresar a la playa y seguir examinando el claro al día siguiente. Estaba ansioso por explorar esas cabañas de piedra.
Decidimos volver a través del bosque. Caminamos cierta distancia y la noche cayó repentinamente. Perdimos el arroyo. Después de media hora deambulando volvimos a escucharlo. Lo seguimos. Los arboles volvieron a escasear y pensamos que ya estábamos cerca de la playa. Entonces Waters me tomó del brazo. Me detuve en seco. Directamente frente a nosotros, estaba el claro con el dios de piedra con su maligna mirada bajo la luz de la luna y las aguas verdes brillando a sus pies.
Habíamos caminado en círculos. Bates y Wilkinson estaban exhaustos. Cassidy juró que, demonios o no, acamparía junto a ese estanque esa noche.
La luna brillaba mucho esa noche. El ambiente estaba muy calmado. La curiosidad científica pudo conmigo y pensé que ya que estaba ahí podría examinar las cabañas de piedra. Deje a Bates haciendo guardia y caminé hacia la cabaña mas grande. Había solo una habitación y la luz de la luna que brillaba a través de las rendijas iluminaba todo a la perfección. En el fondo habían dos pequeños cuencos fijos en la piedra. Miré en uno de ellos y vi un tenue resplandor rojizo reflejado en una cantidad de objetos globulares. Tomé media docena. Eran perlas, maravillosas perlas de un tono rosáceo muy particular. ¡Corrí hacia la puerta para llamar a Bates pero me detuve!
Mis ojos se posaron sobre el ídolo. ¿había sido efecto de la luz de luna o se había movido? No, ¡eran sus alas! Se desprendieron de la piedra y se agitaron, si si, como lo oyes, se agitaron desde los tobillos hasta el cuello de la monstruosa estatua.
Bates también las vio. Estaba ahí, de pie, apuntando con su arma. Se escuchó un disparo. Entonces, el aire se llenó con un trepidante sonido, como el de miles de ventiladores funcionando al mismo tiempo. Vi como las alas se desprendían del dios de piedra y bajaban en picada como una nube sobre los cuatro hombres. Otra nube se elevó desde el estanque y se les unió. No podía moverme. Las alas volaban en circulo alrededor de los cuatro hombres. Para esto, todos se habían puesto de pie y nunca vi un horror semejante con el que había invadido sus rostros en ese momento.
Las alas embistieron y se cerraron sobre mis compañeros como se habían plegado sobre la piedra.
Me retiré de vuelta hacia la cabaña. Me quede ahí el resto de la noche enloquecido de terror. Escuche el sonido del aleteo muchas veces durante la noche, ese que se asemejaba a un ventilador, cerca del recinto, pero nada ingresó a mi cabaña. Cuando llegó el amanecer, el silencio prevaleció y yo me arrastré hasta la puerta. Ahí estaba entonces, el dios de piedra con las alas talladas nuevamente sobre sí, como cuando lo vimos por primera vez diez horas antes.
Corrí a ver a los cuatro hombres tirados en el pasto. Pensé que quizás había tenido una pesadilla. Pero estaban muertos. Eso no era lo peor. ¡Cada uno de ellos estaba consumido hasta los huesos! Parecían como globos blancos desinflados. No les había quedado ni una gota de sangre. ¡Eran apenas huesos envueltos en una delgada capa de piel!
Intenté controlar mis nervios y me acerqué al ídolo. Había algo diferente en él. Parecía mas grande, parecía como si, y este pensamiento pasó por mi mente, parecía como si se hubiera alimentado. Entonces vi que estaba cubierto por pequeñas gotas de sangre que caían de las puntas de las alas que lo envolvían.
No recuerdo lo que sucedió después de eso. Me desperté en la goleta perlera Luana, que me encontró enloquecido por la sed flotando en el bote salvavidas de la Moranus.
Fin
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